Es difícil conversar con Alberto Campo Baeza (Valladolid, 1946) y que la luz, que ha centrado la esencia de su obra escrita, proyectada y construida, no sea una invitada más a la reunión. Así ocurrió —casi literalmente— en este diálogo en el que, con el regusto dulce de la conversación y la familiaridad del momento, todas las partes allí implicadas se olvidaron del reloj. Fue la propia luz la que, despidiéndose tímidamente a través del ocaso solar, dejó caer la idea de que habría que poner fin en algún momento a este encuentro, en el que durante horas intentamos aprehender aunque fuera una mínima parte de la esencia de este hombre, sencillo y grande al mismo tiempo, como su arquitectura. Alberto, la luz y nosotros coincidimos en que la bombilla eléctrica restaba encanto al instante y decidimos volvernos a emplazar en el futuro para seguir haciendo cábalas, dar razones de la vida y arreglar este mundo… O proyectar otro más bello.
Texto: Pablo M. Millán y Javier Ortega
Fotografía: Juan F. López
¿Qué tiene Alberto Campo Baeza sobre su mesa de trabajo?
Alberto Campo Baeza tiene siempre encima de la mesa una imagen de la Virgen, que en este momento es una estampita de la Virgen de Guadalupe que me regalaron unos alumnos mexicanos. Después, suelo tener siempre papel en blanco para escribir, mucho papel; tengo puesto también un cartel grande que pone: «Callar» y debajo, ocupando lo mismo, «Escuchar» y por detrás, entre otras cosas, dice «Dejar de escribir», porque escribo más que el tostao. Dejar de escribir es difícil, que si te piden una introducción para el libro de no sé quién, un prólogo para el libro de no sé cuál, un texto para este y una carta de recomendación para aquel… Ufff. Y no puedes decir no.
Siempre has dicho que naciste en Valladolid, pero viste la luz en Cádiz. ¿Qué fue lo que te cautivó de aquel lugar que te ha llevado constantemente allí?
Eso, que suena a cursilada, es verdad. Yo nací en Valladolid físicamente. Mi padre era cirujano y nací en la Academia de Caballería de Valladolid. Después, a mi padre le desterraron a Cádiz, por las razones que fuera, y todos los hermanos hemos celebrado mil veces que fuéramos desterrados a Cádiz porque es la ciudad más bonita del mundo con la gente más maravillosa del mundo. Además, tuvimos la suerte inmensa de que a mi padre le dieran un pabellón muy pequeñito que había al lado de la playa de la Caleta. Aun siendo esa playa un remanso, cuando se ponía bravo el mar el agua llegaba a las ventanas de la casa. Aquello era un auténtico regalo. El pasado domingo tuve una comida familiar con mi hermana y volvimos a recordar lo felicísimos que fuimos en aquella ciudad.
Pero tu estudio y tu residencia habitual los tienes en Madrid, cuando no estás en Nueva York.
Madrid es maravilloso. Aunque el sitio al que me escapo ahora cuando puedo es a Nueva York, a una zona maravillosa como es el West, entre Brodway y Columbus avenue, en el área del Lincoln center. Allí he pasado la Navidad, voy en verano, en Semana Santa… Conozco a la gente del barrio: las coreanas de la lavandería de enfrente, el zapatero griego al que voy para que me haga un agujero más al cinturón, los mexicanos que venden hamburguesas en la esquina… Me encanta. Y Madrid es muy parecido a Nueva York en ese sentido, hablando de ese barrio, claro. Evidentemente, el Nueva York del Bronx, más populoso, o el Nueva York del East, más señorito y con las calles más vacías, son distintos. Pero la zona mía es muy parecida a la zona de Madrid en la que me muevo. Yo soy feliz allí y soy feliz en Madrid. La gente piensa que estoy fuera todo el tiempo, pero no es así. Yo en Madrid vivo, trabajo y enseño. Este año es el último que doy clases. Me jubilo, pero estoy muy feliz.
Una idea no es una ocurrencia, sino el final de una destilación con muchos ingredientes: lugar, función, economía, clientes, orientación…
¿Esa capacidad de ser feliz viene por codiciar lo justo?
Vivo en un apartamento más pequeño que esto; el estudio ves que no es muy grande, con cinco personas; tengo muy buenos amigos… ¿Qué más necesito?
Creo que Marco Aurelio se ha convertido en los últimos años en uno de tus autores de cabecera con sus Meditaciones.
En estas estanterías tengo 35 ejemplares en diversas lenguas de esa obra de Marco Aurelio. En Nueva York, por Brodway, hay una zona que se llena de mesas con gente vendiendo libros de segunda mano muy baratos. Yo he comprado ahí todos los clásicos griegos. Y un día, hace tres años, vi una portada muy bonita. Compré la obra por el diseño, la verdad. Ponía: «Marcus Aurelius Meditations». Lo compré por apenas 3 dólares. Cuando llegué a casa comencé a leerla y quedé fascinado. En el capítulo tercero, epígrafe 15, hay una frase en la que se refiere a su padre y que siempre repito. Dice: «Hacía que nadie a su lado nunca se sintiera inferior a él». Lo terminé del tirón y cuando volví a Madrid hablé con mi librera favorita, la de la Escuela [de Arquitectura], mujer culta que lo sabe todo de libros. A Marco Aurelio los arquitectos le conocemos sobre todo por la estatua ecuestre que preside el Campidoglio de Roma. Después te enteras, con el tiempo, de que cuando los cristianos derribaron varias estatuas no derribaron la suya pensando que era Constantino. Pues sobre la obra de este señor, que a mí me pareció tan fascinante, la librera me dijo: «Era el libro de cabecera de mi padre». Me trajo una edición en castellano, de ediciones Cátedra, y cuando la abrí por mi pasaje favorito en lugar de leer la frase que te he dicho, de forma tan sucinta, decía algo así como: «Mi padre era alguien que a la gente que le rodeaba llegaba a tratarles de tal manera que quizá jamás ninguno pudiera llegar a sentirse…”. Aquello no tenía nada que ver. Así que me buscó la edición que manejaba su padre, de Gredos, y lo mismo, una frase retorcida. Aquello se me presentó como una ocasión para empezar a tirar del hilo y obsesionarme con Marco Aurelio.
¿Y hasta dónde ha llegado la cosa?
Empecé a comprar, y sigo haciéndolo, diversas versiones, sobre todo en castellano y algunas muy buenas, pero todavía no he encontrado ninguna con la precisión de la versión inglesa. El original, claro, estaba escrito en griego, porque la gente pudiente de entonces hablaba en latín pero se formaban en griego, con lo cual seguí tirando del hilo y descubrí que en la biblioteca vaticana se conserva el ejemplar más antiguo, una primera copia del original. El año pasado, estando en Italia para dar unas conferencias, llegué a Matera, un sitio perdido cerca de Siracusa donde las casas tienen la particularidad de estar excavadas en la roca de la montaña. Como en todos los sitios a los que voy, busqué la librería de turno, pregunté por la obra y me sacaron un tocho gordísimo. Pensé que se trataba de un error, pero no, era una versión maravillosa con la versión en griego completa y la versión italiana… ¡Preciosa! Y ahí sigo con mi particular obsesión.
En el comienzo de esa obra fetiche, las Meditaciones, Marco Aurelio va desgranando su gratitud hacia sus seres cercanos, dibujando qué aprendió o aprehendió de cada cual. Yo quería pedirte repetir en cierto modo ese ejercicio recordando a personas que hayan sido referencia en tu trayectoria, personal y profesional.
Podría sacar muchísimos. ¡Tengo tantos motivos y personas por los que dar gracias! Yo tengo la suerte de estar siempre rodeado de gente más valiosa que yo. Suena demagógico, pero es verdad. En eso he tenido suerte desde que nací. Yo te diría mis padres. Mis padres han influido enormísimamente. Mi padre era un tío excepcional. He contado en el discurso de [acceso a] la Academia [de Bellas Artes de San Fernando], cómo hace la carrera de Medicina en Valladolid y tiene 19 matrículas de honor, cosa de la que yo me entero cuando tenía 103 años en una conversación de esas distendidas. Muerto ya mi padre, colocando sus papeles, mis hermanas encontraron además de esas matrículas dos papeletas más donde en vez de poner matrícula de honor el catedrático había reseñado: «Admirable». Era un tipo muy fuera de serie. Con el paso del tiempo vas reconociendo la suerte de haber tenido un padre así. Luego una madre, hija de arquitecto, que me inocula muy bien inoculado este veneno. Y también tengo que nombrar a los marianistas, con los que estudié en Cádiz, a ellos les debo que la semilla de la fe que sembraron mis padres creciera firme. No puedo más que decirlo pública y claramente: la fe es un pilar fundamental en mi vida, no es algo más o menos o un quizá, es fundamental. Y eso se lo debo a mis padres y a la formación de los marianistas. Aparte les debo mucho también en lo académico, por supuesto. Hace poco me preguntaron por qué hablaba tan bien francés y es por lo bien que me lo enseñaron ellos.
¿Y en la universidad y la profesión, quiénes fueron esas personas clave?
Antes de la Escuela [de Arquitectura] nosotros teníamos una cosa que a vosotros ni os suena, que es el Selectivo, un curso genérico, o de ciencias o de letras, en la universidad. Ese año, en un aula donde estabas con otros 500 estudiantes, tenías clases magistrales con catedráticos que nunca podré olvidar. Estoy pensando, por ejemplo, en Etayo Miqueo, que nos introdujo en la matemática moderna tan abstracta, algo que para vosotros es natural pero que para nosotros era la novedad. Lo explicaba con tal claridad que entendías fácilmente algo a priori complejo. O don Salustio Alvarado, que nos daba una biología maravillosa. Ese es el primer encuentro con la Universidad.
El arquitecto tiene un papel clave: hacer felices a las gentes que habitan los edificios que construye.
Luego llegó ya la Escuela de Arquitectura.
Sí, después paso a la Escuela de Arquitectura y tengo la suerte de tener el primer año en proyectos a Alejandro de la Sota. Caí en sus garras, lo que significa que a mí me tenía mimado. Siendo profesor siempre procuras ser objetivo y tratar a todos con igual cariño, pero siempre hay alumnos o alumnas con los que se produce algo. Sota a mí me trata tan bien que me pone la máxima nota en el primer proyecto. Él explicaba, hacía así [gesticula] y nos fascinaba a todos. Era un señor pequeñito, con ojos claritos, muy transparentes, gallego… El primer proyecto que nos manda era un restaurante al borde de la bahía de Santander, y casi todos los alumnos, aun habiendo escuchado a Sota, hicieron edificios en la ladera, con voladizos. Yo, después de escucharle a él, hice una caja de cristal con ruedas debajo del agua. Todos dijeron: «Este que cosas tan raras hace». Y Sota me puso la mejor nota, con lo cual yo ya caí en sus redes. Tuve con él una confianza enorme. Además de ponerme la máxima nota me dio recomendaciones. Me dijo: «Alberto, tú te dedicarás a la enseñanza, pero cuando termines tienes que estar cinco años fuera de la Escuela». Aquello a mí me pareció peregrino, raro, pero pensé que si lo decía Sota sería por algo, y lo cumplí puntualmente.
Pero la vuelta no fue fácil.
No volví allí hasta cinco años después, cuando ya todas las fuerzas, las vivas, las muertas y las recalcitrantes de la Escuela, ante un Campo-Baeza que ya había empezado a sacar un poquito la cabeza en algún concurso, se pusieron en contra y no me dejaron entrar. Pero ese otoño se produjeron unas huelgas tremendas. Había un tapón en la Escuela de Arquitectura de 2.000 fines de carrera y nadie se encargaba de ellos. El fin de carrera por entonces pertenecía a la cátedra de Proyectos 3, que era la de Oíza. Yo había echado mi solicitud antes del verano, pero esas fuerzas vivas no me dejaban, ni los de Oíza, ni los de Carvajal… Nadie. Pero Oíza era un tipo tan honrado, tan honrado… Aquello del tapón desembocó en un encierro en Navidad de aquellos 2.000, con Fisac a la cabeza. El rector se arrugó y concedió cinco plazas de profesores para desatascar aquello. Se las dio a Oíza y este en lugar de reunir a la gestora buscó en su despacho las solicitudes de junio y cogió los cinco mejores expedientes. El día de los inocentes yo estaba en mi estudio en Madrid y recibo una llamada en la que me informan de que estoy contratado como profesor asociado. Lo primero que pensé fue en una broma, pero era verdad.
Te han dado toda clase de premios y reconocimientos, tanto en España como en el extranjero. Premios sobre obra construida, premios por la docencia impartida… No sé cuál de todos te hace más ilusión. Al margen de eso, ¿qué valor le das a estas concesiones y cuánto hay de subjetividad en ellas?
Me han dado muchos premios importantes, pero quizá el más bonito es el premio al mejor profesor, hace tres años en la Escuela. Eso es más satisfactorio que cualquier otro. El reconocimiento importante más reciente es quizá el de académico, pero sí, en todo esto, al margen de los méritos, que están ahí, siempre hay detrás mucha subjetividad. Por ejemplo, el Arnold W. Brunner, un premio muy prestigioso de la American Academy of Arts and Letters que me dan en Nueva York hace cuatro años, me lo conceden porque estaba ahí Richard Meier, que a mí me quiere mucho, y punto. O el RIBA International Fellowship de Londres es porque remueve las cosas David Chipperfield, que es muy buen amigo y ya está. El ser académico se lo debo a Antonio Bonet. Independientemente de las trapacerías de los zascandiles de turno, a quienes no voy a citar, salió todo muy bien, fue precioso, y aquí estoy, y no puedo más que dar gracias a Dios por todos los poros. Por cierto, del Arnold W. Brunner de Nueva York lo más bonito fue que cuando fui a mi silla en la de al lado estaba sentada Meryl Streep [risas].
Hay mucha subjetividad en los premios. Me han dado muchos importantes, pero quizá el más bonito es el de mejor profesor.
Hablemos del oficio. Para ti, ¿qué es una idea en arquitectura y qué una idea construida?
Yo lo tengo muy claro. Una idea se parecería a un diagnóstico de un médico. La idea no es algo que anda por el aire como como una palabra. Una palabra puede uno atraparla, una idea no. Diría que una idea es como el final de una destilación de muchos ingredientes: el lugar, la función, la economía, los clientes, la construcción, la orientación, la normativa… Son toda una serie de factores. Yo no llego y digo: «Ahora voy a hacer una casa cúbica». La Casa Turégano, que la construyo con forma cúbica, la concibo así porque había que hacer una casa muy barata, con unos materiales muy sencillos. Por eso tiene una estructura muy sencilla, un cuadrado de 11 por 11, solo 121 [m²] en planta. Se hace la operación de la doble altura con la doble altura, y al verse el espacio en diagonal parece más grande de lo que es. Tan pequeña es, aunque parezca grande, que hemos hecho una ampliación hace tres años, porque todavía teníamos derecho a unos metros cuadrados de ocupación. A lo que iba sobre la idea, uno no se pone a hacer casas cúbicas. Con la Casa Gaspar, una amiga me pidió una casa donde no les viese nadie desde las casas de familiares que tenían alrededor. Yo entonces hago una casa pequeña, con un patio delante y un patio detrás. Puedes pensar que es muy moderna, pero al final es una interpretación sencilla, purificada o depurada, de la casa de campo andaluza que, con otras dimensiones mayores, tiene un patio delante que suele ser más representativo, un patio detrás con los animales y una casa entremedias. Yo a los alumnos les digo que una idea no es una ocurrencia. Hay alumnos que me dicen: «Yo, como Rocío Jurado, como una ola». Pues mire usted, un edificio como una ola no tiene ningún sentido, es una ocurrencia. Si se le ocurre a usted con forma de puercoespín pues vamos apañados. Una idea es algo que nace después de un periodo de trabajo grande con todos los ingredientes delante.
¿No es el lugar lo que más pesa?
Como arquitectos todos entendemos que el lugar nos dice mucho. Por ejemplo, todas las casas-podio, con pieza encima, han nacido en lugares que están en lo alto de alguna colina, de manera que hay visión de horizonte lejano grande. Es lógico. La casa de Nueva York [Casa Olnick Spanu] y alguna otra son variantes de la Casa de Blas, que está en una colina alta. Tú tienes una visión lejana, así que estableces un plano horizontal y para construir ese plano necesitas un podio. Ese podio se hace de hormigón, muy barato. Dentro del podio metes las funciones que necesitan más privacidad o aislamiento, dormitorios, baños… y arriba montas una caja de cristal, con sombra, mirando a ese paisaje de horizonte lejano. La ventaja que tienen las visiones lejanas es que purifican mucho todo. En la Casa de Blas, los paisajes de horizonte lejano son los alrededores de Sevilla la Nueva; en la casa de Nueva York, hablamos de una colina frente al río Hudson en el punto en el que tuerce, que era el punto donde iban a trabajar los pintores de la conocida como Escuela del río Hudson… Aquí era la misma idea, pero con unas dimensiones y unos materiales mucho más ricos adaptados a esa circunstancia. Luego, sí, el lugar pesa mucho.
¿Qué recursos empleas para dar intensidad a tu obra?
Radicalidad. Hay que ser muy radicales, no en el sentido de exagerados, sino de ir a las raíces, concebir una arquitectura que sea profunda, que se entienda, que tengas razones para explicarla… No comparto esa teoría de algunos pintores o creadores que dicen: «Mi obra se explica sola». Mire usted, no. Si usted no me sabe dar razones de su obra tenemos un problema. Otra cosa es que usted dé razones y se las invente. Platón dice que la belleza es el esplendor de la verdad y yo creo que en arquitectura todavía más. Si usted está haciendo una arquitectura respondiendo al sitio, respondiendo a la función, respondiendo a la economía… al final el resultado es bueno y será fruto de una respuesta intensa, no será una arquitectura frívola o superficial como esas de los que se inspiran en la ola o el puercoespín o tantas otras que conocemos y a cuyos autores no voy a citar.
Si usted no me sabe dar razones de su obra tenemos un problema.
Pero cuando se habla o se exige desde el desconocimiento se corre el riesgo de alimentar esas frivolidades.
En general la gente no valora la buena arquitectura. Esta sociedad en la que estamos es muy inculta, y a pesar de que tenemos todos los medios para lo contrario no se utilizan bien. Así que esta sociedad, de arquitectura no entiende nada, es muy ignorante. Es la labor nuestra el difundir, el comunicar, el hacer que la gente entienda… Pero no es nada fácil. Pasa como con la pintura, aunque en ese caso el efecto no es dañino. La gente puede ir a ver una exposición de Mark Rothko y no entender nada. Le han dicho que está muy bien, salen con la cabeza caliente y los pies fríos, como el negro del sermón, y no tiene más trascendencia. En cambio, tú les pones en una casa contemporánea, actual y pueden chocar, y te dicen que qué les has hecho. No siempre es así, claro, pero, en general, no es fácil que la gente entienda una arquitectura que apueste por lo sencillo. Tienen eso que llamamos el horror vacui, lo llenan y atiborran todo.
Leo de tu discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes: «He buscado y busco y buscaré la belleza hasta morir o hasta matarla». Tú has intentado hacer esa aproximación a la belleza conjugando dos elementos que, por lógica, no tienen por qué encajar como son la razón y la imaginación, aunque esta mezcla no es a partes iguales.
Ahí soy como Belén Esteban, yo por la belleza ma-to [risas]. Hablando en serio, el que respondía a mi discurso de ingreso en la Real Academia, Juan Bordes, un tipo magnífico, me criticaba —y está muy bien que la respuesta no sea una adulación, sino un contrapunto— que yo exageraba el tema de la razón, que me apoyaba excesivamente en ella frente al sueño o la intuición. Yo, a su vez, hice una respuesta a Juan, que está sin publicar todavía, diciendo que sí, que tiene razón en parte. Es verdad, y en esa respuesta dejo ver mis trucos, que si en un momento dado cito a Cervantes en el prólogo del Quijote, donde dice que la obra es producto de la cabeza y de la razón omito la parte en la que también añade que de la imaginación. Igual con mis citas sobre Goya y El sueño de la razón produce monstruos. Al final los dos factores convergen siempre, tú no puedes trabajar con solo la razón, pero tampoco con solo la imaginación. Pero yo sigo defendiendo, y eso lo tengo claro, que el instrumento principal de un arquitecto es la razón. No puedes empezar algo desde la forma, desde la imagen, se empieza desde la razón y con mucho trabajo.
«Escribo para que me quieran», decía García Márquez. ¿Tú también creas con esa voluntad de permanecer en la memoria de los hombres?
Sí, claro. Eso es inherente a cualquier creador, siempre hay una voluntad de trascender. Lo explica muy bien alguien a quien he citado muchas veces, también en ese discurso de la Academia, Stefan Zweig, en un texto preciosísimo: El misterio de la creación artística. El creador muere y su obra permanece. Y es hermoso comprobar cómo hoy un poeta puede ir a inspirarse en Píndaro o ver las fotografías tanto de Mies van der Rohe como de Le Corbusier en la Acrópolis de Atenas. Es necesario beber de las fuentes y entenderlas y eso es posible gracias a la trascendencia de la obra.
Pero la diferencia de la arquitectura con la literatura es que mientras una obra de Píndaro puede llegarnos con cambios en la interpretación una obra construida podemos contemplarla con cambios en el uso.
Cuando estudiaba a mí me horrorizaba hablar de la tipología, pero he de reconocer que con el paso del tiempo he entendido que cuando una arquitectura es más genérica, menos específica, cuando es más caja y menos estuche, tiene más sentido. Carvajal decía: «Si usted hace un estuche para un cuchillo el cuchillo irá perfecto, pero si intenta meter un tenedor no entrará. En cambio, si usted tiene una caja le servirá para un cuchillo, un tenedor, una cuchara…». Mi arquitectura sí tiene algo o mucho de esta arquitectura de espacios más genéricos. A mí me amenazaban con que iban a transformar el cubo de la Caja General de Ahorros de Granada en un hotel. Pues bien, personalmente me parece más respetuoso su uso como oficinas, pero como hotel funcionaría también perfectamente. Creo que la arquitectura que merece la pena es la más amplia.
Una arquitectura tiene más sentido cuando es más genérica y menos específica, cuando es más caja y menos estuche.
Y, sin embargo, incluso moviéndose en esos marcos amplios nunca se renuncia al alma.
Ah, no, clarísimamente. Eso yo lo traduzco en un tema formal pero importante. No es solo la capacidad de permanecer en el tiempo sino de reconocimiento de las obras. Si a ti te hablan del Partenón en Atenas te viene inmediatamente una imagen. Habrá muchas, pero hay una que recuerdas inmediatamente. Si te hablan del Panteón en Roma, más que la imagen de fuera con la cúpula, probablemente pienses en el interior como un espacio oscuro y una mancha de luz. Es la capacidad de una obra de ser recordada a través de las imágenes. Ahí entraríamos en un tema más delicado, la importancia del último eslabón de la comunicación. Hoy en día el peso lo tiene la fotografía. De épocas anteriores, cuando esta todavía no se había desarrollado, tenemos testimonios excepcionales en el dibujo o la pintura, como las acuarelas de Joseph Gandy sobre las obras de su maestro John Soane.
Es importante no solo tener una obra buena, sino comunicarla bien.
Ahora mis ojos son los del fotógrafo Javier Callejas. Pienso por ejemplo en el edificio de Zamora [oficinas para la Junta de Castilla y León junto a la catedral] y la suerte que he tenido de que Callejas fuera capaz de traducir en una imagen la transparencia del reflejo del vidrio en una esquina. Luego vas a ver el edificio y es más bonito aún en la realidad, pero el problema sería tener un edificio en la realidad precioso y traducirlo con unas imágenes equívocas. Otro caso es la Casa Gaspar, con la que tuve la suerte de que en aquel momento apareciese en mi vida Hisao Suzuki. Él me dijo que teníamos que ir a Cádiz a las cinco de la mañana. Cogimos mi Panda y allí que nos fuimos a esa hora, con todo oscuro. Instaló todo en el patio y a las seis de la mañana vimos un clarear azulado precioso. La Casa Gaspar es fascinante, preciosísima, pero es que además las imágenes de Suzuki traducen todo muy bien.
Unimos entonces ese poder de la imagen a la capacidad de trascender de la que hablábamos antes. Solo así entendemos que se sigan suscitando tantas emociones cuando te sitúas por primera vez ante obras que ya conoces sin haberlas visto antes y que resisten al paso del tiempo. Pienso en ese Panteón de Agripa 2.000 años después.
Ya he citado antes a Gandy. Él hizo una acuarela maravillosa sobre el Banco de Inglaterra, en Londres, que para que la gente lo reconozca es el edificio de Soane que aparece en Mary Poppins. Gandy pinta esa acuarela con el Banco de Inglaterra ya en ruinas y aun así la imagen es preciosa. A mí me gustaría, no dentro de 100 años que ya no viviré pero sí a lo mejor dentro de diez, ir a la Casa del infinito en Tarifa y ver cómo el lentisco ha invadido la obra como invade las dunas, porque la casa es como si fuera una duna más. El travertino romano está puesto en honor a los romanos que estuvieron allí, en Baelo Claudia, pero también porque se confunde con la arena de la playa y porque con el viento tan característico que sopla en la zona empujando esa arena y corroyendo todo, mi esperanza es que en una década aproximadamente todo aquello esté con un cierto olor a ruina en el sentido positivo. La casa ya de por sí es muy especial, muy intensa, pero todavía acentuará aún más ese aroma profundo.
Me pone de los nervios ver tanta casa frívola hecha para que se luzca el arquitecto.
¿Qué implicación debe tener un arquitecto en la sociedad? Tenéis ciertamente un poder no muchas veces evidenciado.
Aunque suene a moral, el arquitecto tiene un papel clave, que es hacer felices a las gentes que habitan los edificios que construye. Si hablamos de las casas esta responsabilidad recae de manera muy directa, porque son el espacio donde se desarrolla la vida. Me pone de los nervios ver tanta casa frívola hecha para que se luzca el arquitecto. El arquitecto tiene que hacer la casa más hermosa posible, pero para que estén contentos los que viven dentro. No tiene sentido hacer una casa para que sufran. Pasa lo mismo con el resto de edificios. Hay que hacer la arquitectura más intensa, más profunda y evitar los egos.
También hay quienes alimentan ese ego a base de producir obras como churros.
La sociedad tiene la imagen que se ha dado hasta hace poco de los arquitectos como gente que ha ganado mucho dinero porque han tenido muchísimo trabajo con unos porcentajes quizá por encima de lo normal. Esas formas distan mucho del ideal de buen arquitecto. Estando una vez en Zamora en una visita de obra me encontré con un antiguo compañero, muy honrado y buena persona, que me comentó que había hecho ya 2.000 obras. Me quedé asombrado. Aquel día al volver a Madrid vine al estudio y cogí un libro con todas mis vanidades. Conté cuántos edificios había hecho yo y me salían 37. Para mis adentros quedó cierto sentimiento de desastre, de falta de productividad… No sé. Pero al irme a dormir hubo algo que me tranquilizó. Tengo la costumbre de dedicar un tiempo a leer antes de irme a la cama. Aquel día me tocaba una biografía algo gamberra de Shakespeare y en aquellas líneas decía: «Como saben, Shakespeare solo escribió 37 obras de teatro». Ese día me fui a la cama feliz. Ahora debo andar por las 42. Con esto te quiero decir que mi arquitectura es intensa porque también es cuantitativamente corta. Te da para comer, para vivir honradamente. No te da para súper lujos, pero ni falta que hace.
Mi arquitectura es intensa porque también es cuantitativamente corta.
Una de las facetas de tu vida que has vivido con más intensidad ha sido la docencia, de la que ahora, nos has dicho, estás en la fase de despedida. Vas a echar de menos las clases.
Sí, pero tengo la suerte de que la docencia no se limita a la parte reglada. La Universidad me jubila de esa parte y yo creo que es justo, porque si no haríamos de tapón a las generaciones jóvenes que vienen para ocupar estos puestos de titulares, de catedráticos… Uno tiene que desaparecer de ahí, pero espero continuar en la enseñanza de másteres, doctorados etc. La Escuela me ha hecho ya emérito y a partir de septiembre continuaré con nuevos proyectos como uno muy bonito que tengo de poner una pata de mi universidad en Nueva York y hacer un curso entre aquella ciudad y Madrid. La docencia es una pasión y no entiendo a nadie que pueda estar dando clase si no le apasiona. Yo esta mañana me he pasado tres horas con mis 150 alumnos y hemos disfrutado todos como enanos, hemos aprendido mucho y yo el primero. Para mí cada clase es especial y la preparo con cariño, empezando por dedicar un tiempo a aprenderme el nombre de mis estudiantes. Son gestos sencillos que pueden cambiar el curso de una historia.
Gestos sencillos para un hombre sencillo como tú. Pero ya lo decía Hazlitt: «La sencillez de carácter es el resultado natural del pensamiento profundo». */