Confieso que en mi afán por defender la tesis de que la vida tiene que ver con la pérdida de la inocencia, me entretengo buscando momentos únicos que consiguen ser primera y última vez en la vida y, por ende, una impronta perpetua en nuestra memoria: una pérdida –por su fugacidad– en nuestra vivencia real pero una ganancia para nuestro bagaje. Por eso, me fijé en ellos, porque me pareció que jugueteaban con la inocencia. En un principio, no supe si era una pareja de chicas, una pareja de chicos, o una chica y un chico. No me intrigó porque, en cualquier caso, eran extraños. Dos lobos en venta en una tienda de animales. Los dos únicos girasoles que, desobedientes, miran al contrario que el resto en un campo repleto.
Caminaban hacia la ribera. Y ahí permanecieron. Chica y chico. Abrazados en medio de un no tocarse. Mudos, contra las locuaces voces disimuladas por la mascarilla que rige este tiempo. Habían caminado hacia la ribera. Me pareció que encontraban, de forma poética, su lugar en el umbral. Me parecieron felices en el margen. Porque estar en la ribera es situarse en el umbral entre agua y tierra. Anclados en la tierra, pero presos de la hipnosis que el río, con lisérgico efecto, provocaba en ellos. Y miraban al torrente de agua, como si fuese la única opción.
Me pareció que encontraban, de forma poética, su lugar en el umbral. Me parecieron felices en el margen. Porque estar en la ribera es situarse en el umbral entre agua y tierra.
-¿Crees que conseguiremos estar, los dos, aquí, en la ribera, sin caernos? ¿No te huele a mar? -preguntó ella. Él no contestó. Se quedaron mudos. En ese instante, quise haberme acercado a él, increparle y decirle que, para poder contar mi cuento, necesitaba que no se hubiese quedado mudo, que le hablase y que le explicase la diferencia entre estar en la ribera y estar en la rivera y que él siempre hubiese preferido estar en la rivera. Porque, en lo que respecta a este cuento, hay que saber diferenciar entre ribera o rivera. Y que yo, por mi parte, ya me encargaría de explicar qué es un cuento.
Como si me hubiese escuchado, empezó a explicarle que estar en la rivera es estar en el arroyo y estar en el arroyo es estar en el cauce por el que discurre el agua. Que arrollar, por el contrario, es desbaratar, derrotar o, entre otras tantas acepciones, dar vueltas en un mismo sentido a algo –valga un hilo, alambre o papel– para fijarlo sobre un eje o carrete. Y que él no quería derrotas ni dar vueltas alrededor de nada. Me pareció que él dijo eso, y si no lo dijo no me importa. Me importa lo que yo me creí que, al fin al cabo, lo que realmente pasa es lo que uno se cree. Por mi parte, diré que contar un cuento no es enumerarlo. Es depositarlo en el aire y dejarlo ahí, para que los corazones lo recojan, forme parte del pasado y se haga presente cada poco. Cada vez que queramos traerlo a la vida.
contar un cuento no es enumerarlo. Es depositarlo en el aire y dejarlo ahí, para que los corazones lo recojan, forme parte del pasado y se haga presente cada poco.
Ella sonrió y parpadeó. Él le dijo que menudo estallido entre pestañas. Volvió a parpadear: estallido. Sonrió él. Estallido. Se besaron. Estallido. Ahí, en la inocencia. De pronto, ella sacó una bolsita. Los dos en la ribera. De la bolsita, salió una moneda del Perú. –Quiero que la tengas–, dijo. –Te dará suerte–. Él se puso a recitar un pasaje de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas:
-¡Adiós, y buen viaje! A propósito –dijo el señor de Tréville llamándole-. D’Artagnan volvió sobre sus pasos.
-¿Tenéis dinero?-
D’Artagnan hizo sonar la bolsa que tenía en su bolsillo.
-300 pistolas.
-Está bien, con eso se va al fin del mundo; id pues.
Ella dijo que no le gustaban las pistolas y que tenía miedo de estar en medio de un tiroteo, pero que estaba segura de que si él llegaba a encontrarse alguna vez en un tiroteo entre 300 pistolas, esa moneda, llevándola en el corazón, podría salvarle la vida. Podría detener la bala mortal.
Me pareció muy bello. Y quise que oliera a jazmín. Les pedí que se descalzaran. Que se quitaran la ropa. Que yo me encargaría de apear de mi cuento al resto de personas para que no mirasen y que, por favor, entraran en la rivera. Porque ser parte del discurrir del agua, es fluir por la vida como los peces lo hacen. Y eso fue lo que hicieron. Se convirtieron en peces. Él preguntó: – ¿Me acompañas a vivir? –. Ahora fue ella la que se quedó muda. Pero no quise que dijera nada más. Se convirtieron en peces y entraron en el agua y se dejaron arrastrar por la corriente. Y eso fue lo que hicieron: penetrar en la rivera. */