AMELIE EN INVIERNO

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Amelie valoraba el esfuerzo. Y la llamaremos Amelie porque, pese a su niñez, se le adivina la sonrisa de quien se sabe vencedora de cualquier litigio cotidiano. Eso era –y es– Amelie. Sonrisa y victoria. Digo que Amelie valoraba el esfuerzo del sol. Ella sabía que el sol en invierno le pone más ganas y que emite su luz con la fuerza de alguien que sopla desde lejos una vela sin más intención que apagarla. Ella lo expresaba de otra manera. –El sol está en su último baile–, decía. Y aún no sabía lo que era un último baile, pero lo decía como si ya hubiese roto muchas noches y muchos corazones. Amelie no sabía muchas cosas. No tenía ni idea de que fuera invierno, por ejemplo. El frío no estorbaba en su jardín nevado y el abrigo amarillo era un sobrepeso que la cría no estaba dispuesta a negociar. Bastante era dar una zancada y sacar las botas de ese atolladero blanco. Una zancada más grande que ella misma. Sacaba sus botitas de la nieve y se asomaba a sus huellas como quien mira un pozo. Amelie aún no sabía muchas cosas. Pero miraba la nieve con esa fruición que se necesita para que el mundo te devuelva la mirada. Eso sí, cuando el flequillo lo permitía. Era tan dueña de su flequillo que le importaban bien poco los consejos que le dieran acerca de su look. Y es que Amelie tiene la cara de una foto del pasado. En su presente ya parecía de otro mundo. No sabía muchas cosas. Pero sonreía. Amelie, sobre todo, sonreía.

Y es que Amelie tiene la cara de una foto del pasado. En su presente ya parecía de otro mundo. No sabía muchas cosas. Pero sonreía. Amelie, sobre todo, sonreía.

No sabía aún que besaría en un teatro, ni que le apasionaría hacer el amor en el río, ni visitar iglesias con la intención de inventarse historias con los relieves de los tímpanos románicos. Ignoraba que llegaría a decir que muchos pueblos de su ciudad natal eran Roma –o más que Roma–, y que puntearía con su guitarra una canción de Mr. Kilombo. Tampoco sabía que cerraría diana en un cricket a la primera, ni un sinfín de cosas que no era necesario saber de momento y que la vida iría presentando debidamente a su tiempo. No antes, ni después. Sino debidamente a su tiempo.

Pero volvamos al jardín. Allí estaba Amelie. En invierno. Con la abuela. Con la ilusión vestida de blanco. Alguien había colocado allí a la señora octogenaria en la silla de ruedas. Descontextualizada. Un vehículo apeado en el arcén. Enjuta y ladeada en su sillita, Titina tenía el pelo largo, hirsuto, blanco, como una extensión de la nieve que pisaba la nieta. A menudo recogido el pelo con un lápiz en un moño oriental. Se asemejaba Titina a las esculturas de Giacometti, que se van adelgazando y hay quien dice que están a una mirada de desaparecer. Otros dirán, en cambio, que están a punto de surgir. Y Titina estaba en ese espacio no muy definido en el que la plenitud y la ausencia se besan. El cénit a un paso del nadir. Volcado su peso hacia un lado. Su mano derecha caía regando el suelo y las venas del brazo eran la verdadera parábola de la anorexia de los árboles. La mirada perdida, pero inmaculada. Más inmaculada que la propia nieve, que el propio invierno y que la propia Amelie. Aparcada, en su silla de ruedas, en mitad del jardín helado. Muda. Acaso caían por su barbilla unas palabras en forma de baba que la anciana ya no era capaz de tragar. No podía tragar la saliva y por eso estaba sondada. Pero quería enunciar. Nombrar. Nombrar a Amelie, que le sonreía. Decirle a Amelie, que eran lo mismo. Que eran el tiempo que las separaba. Que eso del tiempo es efímero y que, en esencia, eran la misma. Porque Amelie aún no sabía muchas cosas. Amelie no sabía que plantaría un limonero con sus manos, que defendería que los árboles no se regalan y que encontraría en los tatuajes una constelación corpórea.

Pero quería enunciar. Nombrar. Nombrar a Amelie, que le sonreía. Decirle a Amelie, que eran lo mismo. Que eran el tiempo que las separaba. Que eso del tiempo es efímero y que, en esencia, eran la misma.

Pero volvamos de nuevo al jardín. La alternativa al silencio de Titina era la algazara de Amelie: –Abuela, abuela, aquí en la nieve no puedes moverrrte bien. Se atrrranca la silla. Pero trrranquila, abuela, que, cuando camines bien, podrrremos volverrr. ¿Vale, abuela? –. Y Titina devolvía silencio… Silencio. –El año que viene, quiero decir, abuela, el año que viene nevará también. Te puedo dejarrr mis botas para pisarrr la nieve, abuela–. Y Titina en silencio. Silencio. Silencio. Amelie no sabía nada. Solo sonreía. Vivía al límite de su propia boca. Y Titina miraba a ningún lugar. Y entonces una sonrisa y una mirada se perdían, licuadas, como el hielo que abrigaba el jardín. Pareciera la antesala de la primavera que estaba por venir.

Y es que al llegar la primavera ya no estaría Titina. El invierno se la había tragado. La sillita apartada en el porche, plegada, como los cuerpos cuando se van a dormir para siempre. El porche se convirtió en el más ominoso de los lugares al albergarla. Titina se había ido sin haber hablado por última vez con Amelie, que no sabía nada. El invierno se la tragó, como si ya estuviese dicho todo acerca de la muerte. Y Amelie sin saber. Y, entonces, Amelie se convirtió en una nómada de un invierno inolvidable. Cuando nadie miraba, desplegaba la sillita y la colocaba como si su abuela siguiera allí. Una nómada entre sus recuerdos. La desaparición de Titina había dejado su melena blanca como un río de plata en medio de las amapolas que asomaban en mayo. Amelie miraba las amapolas sabiendo que ella era una amapola de esa primavera, pero que llegaría el día en que sería río de plata, como su abuela. Y recordaba las palabras que nunca llegó a decirle. –Somos lo mismo–. Estaba aprendiendo la primera gran lección. Aprendió que
era primavera pero que, en el mejor de los casos, llegaría a habitar su propio invierno. Y allí, entre las amapolas y el río de plata, encontró un lápiz. Pero Amelie aún no lo sabía todo. No sabía que ese lápiz que había encontrado anudaba el moño de Titina. No sabía que con ese lápiz dibujaría en un papel de oficina algunas imágenes que acabarían en su piel. No sabía que escribiría de su puño y letra algunos versos suyos o de algún poeta imposible de olvidar. No lo sabía… Pero le hizo sonreír. Y por eso Amelie sonrió en primavera. Pero pensando en invierno.

“Tengo las manos de ayer. Me faltan las de mañana”
Chillida

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