EL DESORDENADO VUELO DE UNA GOLONDRINA

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Hubo mucha belleza y a día de hoy la hay. Solo es eso: localizar la vida. Localizar la vida y afinar la percepción. Y afinar la percepción es robarle zonas al misterio. Que llegue el otoño significa que estalla otra vida. Y lo hace muy bien el otoño. Como un trilero se envuelve en colores que pervierten al ojo de tal modo que te parece que hubiera pasado Van Gogh con la paleta antes que tú lanzando unas pinceladas al aire.

Como un trilero, el otoño se envuelve en colores que pervierten al ojo de tal modo que te parece que hubiera pasado Van Gogh con la paleta antes que tú lanzando unas pinceladas al aire.

Y así, camino de Astorga, me encuentro un campo de fútbol varado a orillas de una carretera de la España vaciada, con la hierba algo desnutrida e ictericia galopante, donde los muchachos, quién sabe, volaron tras un cuero remendado. Debió de ser ese campo de cuando el balón había que gastarlo hasta que las letras no se leyeran. Con el balón hasta el final. Era eso, o perderlo. Porque a veces el balón se colaba. A veces era un impertinente, el balón. Un violador de espacios. Continuando mi ruta, hallé también al pie de la carretera (son una sorpresa la carreteras de interior, verdaderos museos) unas flores prendidas a una señal y pensé en la metonimia de la imagen: esas flores significaban una vida, una vida que se esfumó ahí, donde las flores. Pienso que alguien ha caminado o conducido hasta ahí para poner unas flores donde se fue una vida y considero que pocas cosas pueden contener más belleza. La imagen también tiene un pasado. Y no todas te dejan ver lo que esconden. Solo a veces se desvelan con la misericordia del momento.

La imagen también tiene un pasado. Y no todas te dejan ver lo que esconden. Solo a veces se desvelan con la misericordia del momento.

Oteo ya el pueblo: me encuentro en ese lugar de la carretera que hace un rato no fue más que un punto de fuga. Una bandada de golondrinas me da la bienvenida con un desordenado vuelo. Porque no sé si saben que las golondrinas vuelan como si estuvieran locas. Como si quisieran hacernos reír. Vuelan con prisa y la prisa desordena. ¡Qué locas las golondrinas!

Al marcharme, con la luz languideciendo ya en el retrovisor, dejo atrás algunas eras y apelo a unas bellas palabras de una buena amiga al recordar la huerta de su abuelo. Ella me enseñó una fotografía, le pedí que me la enviase y, al hacerlo, me escribió lo que viene: «De pequeña él me sentaba en una tapia hasta que caía el sol. El viento viene del oeste y siempre te da en la cara. Hoy me sigue recordando mucho a él. No sé para qué la quieres, pero cuídamela». La quiero porque es lícito que también la soñemos los demás. Quizá ella encuentre en la imagen de ese pasado, junto a su abuelo, más belleza de la que pueda albergar el lugar.

Me parece peligroso no añorar lo que se ha vivido. Es importante recordar.

Me parece peligroso no añorar lo que se ha vivido. Es importante recordar. Tras la huerta, un abuelo; tras las flores, una vida; detrás de un campo de fútbol, una infancia. ¡Ah, sí! Y en las golondrinas, la locura.

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