José Antonio Marina: «El momento más dramático en las redes sociales fue cuando Facebook inventó el ‘like’»

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Con la convicción de que si tomamos decisiones sin comprender lo que pasa aceptamos ser manipulados, José Antonio Marina (Toledo, 1939) ha consagrado su vida a formular cuestiones precisas, a sabiendas de que lo importante no está en la respuesta sino en el proceso vital de búsqueda. De joven, su mente creativa le llevó a soñar con muchos futuros (en los mundos de la danza, la investigación privada, la creación audiovisual, la solidaridad, la aventura…). Al final, supo extraer lo que le atraía de cada una de estas vertientes para convertirse en un filósofo a pie de calle; detective y bailarín en el mundo de las ideas; guía en la selva del lenguaje, seducido por la inteligencia creadora; crítico social; escritor; profesor de instituto… Su última obsesión, sin ser historiador, es la historia; y a su comprensión apela para poder seguir poniendo luz a los asuntos humanos.

Fotografía: Juan F. López
De puño y letra

Considero oportuno comenzar este diálogo con la reflexión de Kant sobre la felicidad: todos los seres humanos la buscan sin saber en qué consiste. Es algo tan equívoco que podemos considerarlo un fake concept. ¿Hemos sido engañados?

Sí, la felicidad es un concepto casi de salvavidas. A lo largo de la vida estamos siempre movidos por deseos y cada vez que satisfacemos uno sentimos algo parecido a la felicidad, pero es muy breve. Porque después de un deseo viene otro, y otro, y otro… En todas las culturas buscamos la situación utópica en la que todos los deseos, por fin, se hayan realizado y podamos descansar. Entonces se plantea un problema: ¿Y ahora qué hago? Es el problema al que se enfrentaron todos los que tuvieron que imaginar cómo es el Paraíso. Al final, estamos ante una noción contradictoria porque, en último término, lo que estamos buscando es la solución a la insatisfacción continuada que tenemos; buscamos ver si satisfacemos los deseos, pero, claro, los deseos son interminables y eso nos tiene en una tensión permanente.

Para muchos la Felicidad mayúscula ha quedado reducida a una suma de pequeñas felicidades más relacionadas con la consecución de hitos dentro de lo que la sociedad considera un éxito: un buen sueldo, un buen coche, cierto estatus… Pero la pirámide de Maslow puede no tener pico. Cuando hablamos de consumir, la lista de deseos es infinita. ¿Eso puede hacer pasar de la pseudo-felicidad a la frustración?

Me parece importante distinguir entre una felicidad subjetiva y objetiva. La subjetiva, psicológica, es la que cada uno la va a asociar con lo que él crea. Por ejemplo, en el caso de Jack el Destripador con destripar, aunque no sea una felicidad subjetiva muy recomendable [risas]. Ahí nos perdemos en la enorme variedad de los seres humanos. Pero luego hay una felicidad objetiva que ya es otra cosa, porque se puede medir. La felicidad psicológica depende de muchos factores. Hay personas que nacen bien preparadas para la felicidad y otras que no por múltiples factores: siempre están viendo peligro, o siempre están pasando miedo, o siempre están insatisfechos…

Con la felicidad buscamos ver si satisfacemos los deseos, pero los deseos son interminables y eso nos tiene en una tensión permanente.

Es importante, entonces, fijar referentes.

La felicidad objetiva podemos medirla y, por lo tanto, nos puede servir como guía para el futuro. Esa fue la gran creación de la Ilustración; es lo que los ilustrados llamaban felicidad pública o felicidad política. En este marco creo que sí se puede hacer una definición por fin de la política. Nos podemos poner de acuerdo en algo.

Tenemos una historia compartida como sociedad, frente a lo que sucede con la felicidad individual a la que llegamos con un bagaje personal que es único.

Creo que la felicidad psicológica es un estado afectivo agradable, intenso, donde no echo nada gravemente en falta y que me gustaría que continuara. Te pongo como ejemplo cuando el niño o nosotros como adultos estamos jugando. Sentimos una experiencia intensa porque concentramos toda nuestra atención. Mientras juego no echo nada en falta. No siento ni siquiera el dolor y me gustaría que esa sensación durara siempre. Eso es psicológico. En cambio, la felicidad objetiva ya no es un estado de ánimo. Es una situación en la que quiero vivir porque creo que están bien defendidas algunas necesidades básicas que tenemos. También me gustaría que ese marco durara siempre, porque abre el campo para que yo pueda buscar mi felicidad psicológica, mi felicidad subjetiva. La objetiva se puede medir valorando aspectos como la seguridad del ciudadano, el respeto de los derechos, el buen sistema de las instituciones políticas o judiciales, el tener protección jurídica, el que haya políticas de ayuda… Yo, personalmente, puedo ser muy desgraciado en ese marco porque, por ejemplo, se me ha podido morir un hijo; pero, en cambio, quiero que ese marco dure. Esa distinción nos puede aclarar muchísimas cosas respecto de la política.

En redes sociales y en el mundo editorial vemos muchos gurús de la felicidad, pero me temo que no hacen esta distinción.

El que la filosofía de la felicidad se haya puesto de moda es una catástrofe social. Sí, porque lo que se ha puesto de moda es la felicidad subjetiva. Y cada uno la busca para sí y con el foco en aspectos muy diversos que cada uno aborda a su manera. Tú, por ejemplo, Javier, le puedes dar más o menos importancia a la sexualidad, pero de lo que estoy seguro es de que también querrás vivir con derechos; y de que querrás tener protección jurídica; y de que querrás participar en el poder; y de que querrás no ser discriminado; y de que, en caso de necesidad, querrás tener sistemas de ayuda… Eso, seguro, lo queremos todos y nos podemos poner de acuerdo. En lo otro, no.

Si intentamos entender los sucesos históricos atendiendo a los movimientos que los generaron, desde hace siglos parece que el miedo, cuando no la venganza, ha sido el principal desencadenante de los grandes cambios sociales. ¿Se moviliza más la gente no tanto en positivo, por la defensa de ese marco de garantías, sino por la desconfianza de lo que podría venir en sentido contrario?

Es interesante. Yo, que vengo de la filosofía, empecé a indagar sobre los sentimientos cuando en las facultades de Psicología aún no se estudiaban las emociones. Luego vino una especie de boom, pero en aquel momento no se consideraba que fuera un tema con la suficiente entidad para abordarlo científicamente, era demasiado volátil. Luego me pasé a la lingüística. Y, desde hace unos años, lo que más me interesa es la historia porque me parece que es el campo de pruebas de la humanidad. Los seres humanos nos hemos estado siempre enfrentando con problemas y buscando soluciones. Toda la cultura es un conjunto de soluciones. Tú imagínate este escenario en el que estamos. Una mesa es un recurso para mantener los objetos a una altura adecuada. ¿Una silla? Un sitio donde podamos estar sentados con comodidad. El techo está para protegernos. ¿Y la música? La música ahora está para darnos la lata [en alusión al alto nivel de la ambientación musical del salón en el que mantenemos esta conversación y que, a ratos, dificulta la escucha] pero, en otras circunstancias, sirve para distraernos. De manera que todo lo que tenemos alrededor son soluciones a problemas, deseos o expectativas. Para comprender la cultura o los acontecimientos humanos necesito saber lo que hay antes: qué problemas hemos tenido, qué aspiraciones y qué emociones nos mueven. Si no conozco esa urdimbre afectiva anterior no entiendo lo que pasa. ¿Por qué hay un marco de muerte y destrucción tan terrible en Palestina? Para encontrar la respuesta tenemos que empezar a retroceder y ver en conjunto las emociones, choques, deseos, odios… Y, desde luego y sin duda alguna, el miedo juega aquí un papel fundamental. Los historiadores franceses de escuela de los Annales decían que había que hacer una historia de la búsqueda de la seguridad, porque ahí se explicaban una parte enorme de todos nuestros comportamientos. Yo creo que es más, hay muchos más factores, pero la seguridad es uno.

Para comprender los acontecimientos humanos necesito saber lo que hay antes: qué problemas hemos tenido, qué aspiraciones y qué emociones nos mueven.

¿Le pueden hacer la competencia los filósofos a los historiadores?

Yo no soy historiador, pero considero que mis libros sí son de historia. Me gusta utilizar una metáfora que tomo de la astronomía. Los astrónomos pueden ver el universo con telescopios iluminados con luz natural. Entonces el universo se presenta muy ordenado: los planetas son redonditos, las órbitas elípticas, los satélites se mueven con precisión… Es lo que los poetas denominaban la armonía de las esferas celestes. Pero también lo podemos observar con telescopios iluminados por rayos gamma y estos solo nos permiten detectar las energías y los cambios de energía. En este caso, el universo es una especie de torbellino. Ya no vemos esas cositas tan monas. No, lo que vemos son explosiones, las energías que se van hacia el rojo, choques… Creo que, en general, los historiadores cuentan lo que ha pasado iluminado por luz natural. Y a mí me interesaba contar la historia iluminada con rayos gamma. El resultado es algo muy apasionado y violento y, al mismo tiempo, con grandes dosis de generosidad. Aparece un ser humano por una parte admirable y por otra temible. Ahí empiezas a comprender la historia y empezamos a comprender nuestro propio sentido. Se da una especie de bucle. Los seres humanos crean cultura y la cultura cambia a los seres humanos.

A usted le gusta recordar esa idea de Voltaire de que la historia no se repite nunca pero los seres humanos lo hacen siempre. Y eso lo vemos a diario.

Si tú coges las fotografías que hay ahora de los bombardeos en Gaza podrían ser de los bombardeos en Berlín o Dresde en la II Guerra Mundial. Hace no mucho estaba viendo en el telediario las columnas de desplazados en Ucrania y después pusieron un documental sobre la gran espantada que hubo en Málaga cuando muchos salieron huyendo durante la Guerra Civil. Es igual. Cambia la maleta, las de ahora ya de otros materiales y con ruedas. Pero lo otro es lo mismo. Hay una especie de monotonía tristísima en la resolución de problemas. Repetimos una y otra vez los mismos comportamientos.

Somos libres, pero no tenemos que ser tontos. Es interesante aterrizar en la idea de que la inteligencia cognitiva debe resituar nuestros impulsos para aspirar a lo que es razonable. Nos han mostrado muchas historias de superación, pero podemos hacer una lectura incorrecta. Uno puede soñar con ser médico, pero si no le gusta estudiar lo va a tener difícil. ¿Se puede ser realista sin cercenar nuestras pasiones?

Yo creo que sí. Uno de los problemas que tenemos los docentes es dirimir cómo deberíamos ayudar a nuestros alumnos a que marquen su nivel de aspiración. Es una decisión bastante arriesgada. Si lo pones demasiado alto las posibilidades de fracasar son demasiado altas también y puede que le estés condenando a la decepción. Pero si lo pones muy bajo esa persona no va a creer en la posibilidad de mejorar y desarrollarse. Los psicólogos rusos, sobre todo Vygotsky, decían que tenemos que ver cuál es el campo de desarrollo próximo. No quedarnos en lo que somos sino buscar el campo de desarrollo inmediato. Es lo que hace un entrenador de atletismo cuando un deportista está empezando. No le hace ir de entrada a por el récord del mundo sino a ir superando sus propias marcas.

Así el éxito se mide por uno mismo y no por los demás.

Desde hace mucho tiempo estoy insistiendo en que se incluya un nuevo derecho en la en la Convención de Derechos del Niño que diga que todo niño tiene derecho a sentir la experiencia de éxito merecido alguna vez en la escuela. Bueno, ¿y si este niño es un desastre? Eso es cosa del maestro. Es el maestro el que tiene que graduar las tareas de ese niño para que en un momento tenga la experiencia de que lo ha conseguido. Porque en el momento en que haya sentido esa experiencia va a querer volver a repetirla; ya ha cogido el anzuelo educativo. Y a los mayores nos pasa lo mismo. Cuando estás en un trabajo donde a lo mejor tienes muy buen sueldo, pero nadie te valora nada de lo que haces o estás absolutamente estancado piensas que te gustaría algo más, progresar. Mejorar es uno de los componentes realmente importantes de nuestra vida y en la escuela tenemos que integrar a los niños dentro de esa sensata aspiración que, realmente, es la de superarse ellos mismos. No se trata de que seas el primero de la clase. Se trata de que seas mejor de como eras hace tres meses. El primero solo puede ser uno.

Todo niño debería tener derecho a sentir la experiencia de éxito merecido alguna vez en la escuela. Es el maestro el que tiene que obrar para que lo consiga.

No entenderlo genera frustración.

Recuerdo un atleta que competía en los 10.000 metros, no recuerdo su nombre pero sé que era de Toledo, que me decía: «He quedado el segundo en el mundial. Soy el segundo más rápido del mundo, pero no vale para nada porque el que se lleva el mérito es el primero». Si todo lo medimos por un ranking lo que estamos diciendo es que todos menos uno van a ser perdedores. Para los docentes el tema de la evaluación es muy complicado. Imagina un alumno que al comienzo del curso en sus primeras notas tiene un nueve y al final llega al diez y otro que cuando entra saca un uno y acaba alcanzando el cuatro y medio. Desde el punto de vista educativo, ¿quién aprovechó mejor el curso? Habrá quien diga que el de 10 porque no se puede aspirar a más y que el otro sigue suspenso. Si coges la evaluación por el ranking lo estás excluyendo, pero si lo que valoras es la capacidad de progresión y los esfuerzos por mejorar que ese chico ha tenido es a él al que le doy el premio.

Nazaret Castellanos, doctora en Neurociencia, defiende que la felicidad se aprende cuando aprendemos a cuidarnos y la relaciona con el concepto de intimidad. Pascal decía que un gran problema de la humanidad es que no sabemos estar con nosotros. Como que nos da miedo. Hoy eso lo manifestamos exponiendo nuestras vidas en redes sociales. Estamos más conectados que nunca y, probablemente, somos más infelices.

Deberíamos meditar sobre lo que significa vivir en red. Nunca hemos sido seres aislados ni eremitas. Siempre hemos tenido una red de familias, una red de amistades, una red en el mundo laboral, una red de vecinos… Ahora eso se intensifica porque estamos continuamente conectados. Una red está compuesta de nodos y de enlaces. Cuando pensamos en redes pensamos casi siempre en los enlaces; pero no, lo importante de las redes son los nodos, porque los nodos son las personas. Si empequeñecemos mucho, mucho, mucho, mucho los nodos y hacemos muy tupidas las redes lo que estamos es anulando a los sujetos humanos. Eso nos hace muy vulnerables porque entonces la red acaba pensando y decidiendo por nosotros y nos empequeñece. Las redes son demasiado apabullantes. El problema de una persona que vive por y para las redes no es que se convierta en una especie de exhibicionista. El problema es que, al estar disminuyendo su intimidad, está disminuyendo su capacidad de ser sujeto y, por lo tanto, no va a tener ni tiempo ni ganas de pensar y, sobre todo, no va a tener ni tiempo ni ganas de decidir, porque decidir es una pesadez.

Se nos llena la boca con discursos de libertad y la estamos regalando.

Lo que están produciendo las redes sociales es una especie de cansancio de la libertad. En este momento la libertad está bajo mínimos, siendo sustituida por una especie de, vamos a llamarla, libertad de supermercado. Como en el supermercado tengo muchas ofertas pienso que estoy pudiendo elegir y no me doy cuenta de que realmente elijo, sí, pero entre lo que el supermercado quiere. Cuando miro las pantallas sucede lo mismo. Estamos muy cómodos, pero no somos conscientes de la realidad. El negocio de las redes se basa en la dedicación de nuestro tiempo a ellas. Ese es el activo que sus propietarios venden para hacer dinero. ¿Cómo actúan las personas o los animales? Por la teoría psicológica del conductismo: voy a repetir una acción que es premiada. Posiblemente, el momento más dramático y trascendental de las redes fue cuando Facebook inventó el like. Por ese reconocimiento una persona es capaz de dar su información, su tiempo y lo que le pidan.

La libertad está bajo mínimos, sustituida por una libertad de supermercado. Pienso que estoy pudiendo elegir y no me doy cuenta de que realmente elijo entre lo que las redes quieren.

¿Qué lectura podemos hacer de esto como sociedad?

En el panorama global, las redes nos están haciendo muy vulnerables a las democracias no liberales, esas que te dicen que la libertad no vale para nada y que te resuelven todo. Y nos hacen también muy vulnerables a la campaña ideológica más importante que hay ahora en el mundo, el modelo chino de democracia confuciana. En eso Xi Jinping lo hace muy bien. Dice, todas las democracias occidentales tienen como valor supremo la libertad y se meten en unos líos que les hace estar a la gresca todo el día; nosotros tenemos como valor supremo la armonía y ni tan mal.

Sí, pero no son libres.

Este es un debate muy importante.

Asusta ver cómo en la percepción de los más jóvenes nacidos en las democracias occidentales valores como la democracia o la defensa de la libertad no están entre sus prioridades.

Así lo acreditan los estudios de las grandes fundaciones. La gente joven europea no cree que la democracia sea un valor tan sumamente importante. Está desencantada de la libertad y prefiere otras cosas: la comodidad, pasarlo bien… Claro, si ves toda la evolución de la humanidad te darás cuenta de que eso tiene muy malas consecuencias.

En las concepciones épicas la fama era la que, muchas veces, motivaba las acciones de los héroes. Hoy muchos siguen buscando el reconocimiento, pero sin grandes gestas detrás que los avalen

El hecho de que tengan tanto éxito los influencers es porque hay mucha gente que quiere ser influido. No hay una cosa sin la otra. Se da una absoluta, y a mí me parece que muy peligrosa, quiebra del pensamiento crítico. Está haciendo estragos, por ejemplo, en las universidades de élite de Estados Unidos. El pensamiento crítico está desapareciendo de las grandes universidades y eso produce un efecto cascada. Imagínate cuando eso llegue a la plaza del pueblo. Lo que sucede en Estados Unidos está pasando también a las universidades francesas. Se impone el pensamiento woke: aquí, quien no esté de acuerdo con mi idea debe ser expulsado. El que en una universidad como la de Columbia, en Nueva York, los alumnos hayan pedido al rector que en el campus no se traten temas conflictivos que les inquieten da que pensar. ¡Qué cosa más rara en una universidad! Pero más raro todavía es que el rector haya dicho que sí. ¿Justificación? Nuestros alumnos son nuestros clientes y el cliente siempre tiene la razón. El hundimiento del pensamiento crítico es absolutamente colosal.

Se impone el pensamiento woke: quien no esté de acuerdo con mi idea debe ser expulsado. En las universidades los alumnos son los clientes y siempre tienen la razón. El hundimiento del pensamiento crítico es colosal.

Bastaría con echar la vista atrás.

La historia nos enseña mucho. Cuando cae en quiebra el pensamiento crítico una de las cosas que cae en quiebra es la idea de que pueda haber verdades o normas comunes. No, cada uno tiene su opinión. Yo tengo la mía y tú tienes la tuya y no voy a intentar justificarme. Tú, quédate con la tuya. Arendt, cuando estudió el nazismo dijo que el antecedente de los totalitarismos es que de repente se pierde el sentido crítico; se pierde la idea de que hay cosas que son verdaderas y hay cosas que son falsas, de que hay cosas que son justas y cosas que son injustas. Y entonces el ciudadano se queda en un estado de vulnerabilidad en el que cuando llega alguien que toca un par de teclas emocionales se lo lleva de calle. Siempre tenemos que aprender de la historia. Esos ejemplos no son tan lejanos.

¿Y si echamos la vista hacia delante? Parece que la inteligencia artificial va a satisfacer todas nuestras necesidades.

Por una circunstancia azarosa en mi vida, he estado siguiendo la inteligencia artificial desde que tenía 17 años. En el año 56 un profesor de Matemáticas nos dijo que se había enterado de que en Estados Unidos habían inventado una cosa nueva con ese nombre y parecería ser fantástica. Ese año se había celebrado en Dartmouth un coloquio donde presentaron un solucionador general de problemas, una máquina que, por su cuenta, demostraba teoremas matemáticos. En aquel momento, el matemático más genial que había, Bertrand Russell, dijo que algunas de esas demostraciones eran más elegantes que las suyas [risas]. Después vinieron periodos de parálisis y escasos avances durante décadas.

Hubo que cambiar la perspectiva.

Al principio lo que se pensaba es que lo que hacía la inteligencia era aplicar normas de lógica formal y, por tanto, cuanto más potentes fueran los sistemas que se metieran en la máquina, más eficaz sería el resultado. Pero eso, que funcionaba muy bien en matemáticas, se atascaba en una cosa que nosotros hacemos con facilidad y no pensábamos que tuviera una carga de computación tan grande: poder reconocer patrones cambiantes o mal definidos. Nosotros reconocemos la misma cara si está de perfil, riendo, con barba o afeitado. La inteligencia artificial estuvo estancada en eso 20 años hasta que se vio que más allá de la lógica matemática había que utilizar sistemas estadísticos y de probabilidad.

Pero con el avance se nos genera al mismo tiempo incertidumbres.

Porque en el momento que un programa aprende por su cuenta no podemos saber exactamente lo que está pensando, lo que está aprendiendo, qué es lo que sabe. Ante eso hay gente que cree que la inteligencia artificial se puede adueñar del mundo. Si alguien te habla de ella como un poder autónomo te está tomando el pelo. Lo interesante es la inteligencia artificial más el factor humano. ¿Quién está manejando la inteligencia? La inteligencia artificial  es un instrumento maravilloso, pero si desenchufo la máquina se acaba. Lo interesante está en el que enchufa la máquina. Es cierto que ciertas aplicaciones pueden ser peligrosas y, por supuesto, hay que poner límites. La clave está en apostar por sistemas de inteligencia artificial que amplíen las capacidades de las personas.

Pero a veces suena a lo contrario, a que ya no vamos a tener expectativas, ni necesidad de superarnos… ¿Para qué aprender idiomas si una inteligencia artificial  me traduce simultáneamente una conversación en cualquier idioma?

Si yo te facilito mucho las cosas conseguiré que tú, efectivamente, dependas de mí. Lo que puede producir la inteligencia artificial, precisamente por su capacidad de resolver problemas, es crear una especie de diálisis intelectual. Una persona a la que no le funciona el riñón tiene una solución: conectarse a un aparato de diálisis. Lo que sucede es que ya no se puede separar de él. Insisto en que hay que fortalecer la inteligencia de los nodos, que son las personas. Ese es un problema al que nos enfrentamos en este momento en los sistemas educativos. Hay que ver qué tipo de inteligencia formamos para este mundo donde todo sobreviene con tanta velocidad. Tenemos también que ser rápidos en formar y definir qué uso de su inteligencia tienen que hacer los niños que ya están en la escuela, no los de dentro de 20 años, sino los de ahora que se van a desenvolver en un mundo tan sumamente eficiente y rápido en el que pueden llegar a sentirse apabullados por la tecnología.

Por su capacidad de resolver problemas, la IA puede crear una especie de diálisis intelectual, generando dependencia.

¿Cómo serán los alumnos del futuro?

He dedicado bastante tiempo a la reflexión de ese asunto. Los expuse en un libro que se llama Proyecto Centauro. Cuando Garry Kasparov, campeón mundial de ajedrez, perdió la partida contra Deep Blue se preguntó: «Si ahora los programas de IBM son imbatibles, ¿cómo va a ser un jugador de ajedrez en el siglo XXI?». La respuesta es un jugador centauro. Va a ser un jugador con cabeza humana, pero que va a jugar ayudándose de su ordenador, con el que aprenderá durante su época de formación, organizándolo de tal manera que al final la máquina esté lista para irle proporcionando más información, más posibilidades en la toma de decisiones, respuestas a sus consultas…

Eso se aplicaría a la educación.

Igual. En muy poco tiempo, en cada una de las asignaturas vamos a tener que distinguir entre lo que tendrás que guardar en tu memoria neuronal, porque es lo que te va a permitir comprender y tomar decisiones libres, y lo que habrá que guardar en la memoria digital, que va a ir aprendiendo contigo.

¿Estamos preparados para eso?

En este momento el pensamiento pedagógico en todo el mundo está bajo mínimos. No hay talento pedagógico. Entre otras cosas porque quien está investigando más el aprendizaje son las grandes tecnológicas, gente muy distante. Y no son malvados, pero quieren atraer a sus plataformas la mayor cantidad posible de usuarios. Hay que hacer una llamada de alarma educativa. Las facultades de Pedagogía están a un nivel ínfimo, no saben cómo van las cosas. En este momento tenemos que  abogar por un tipo de conocimientos que sepa de pedagogía clásica y, a la vez, lo que nos están diciendo las neurociencias y cómo funcionan las nuevas tecnologías. Claro, ser experto en tres cosas que manejan lenguajes diferentes es muy complicado, pero tenemos que apostar por esa especie de superciencia.

Quería ir cerrando el círculo volviendo donde comenzamos. La historia nos ha dado ejemplos de cómo la búsqueda de una felicidad en mayúscula dio ánimos para seguir adelante a gente que se encontraba en situaciones límite. Pienso ahora en quienes sufren los conflictos entre Israel y Palestina o Rusia y Ucrania. La historia se repite.

En el fondo yo soy optimista cauteloso, porque cuando ves la historia de la humanidad, lo que ves es que realmente hemos progresado en casi todas las cosas que se pueden medir: vivimos  más tiempo y en mejores circunstancias; hay menos hijos que mueren al nacer y menos madres que mueren al parir; el hambre, aunque sigue habiendo mucha, ha disminuido; el respeto a los derechos humanos, aunque sigue habiendo lugares donde no se da, ha aumentado; ha disminuido la esclavitud… Podemos decir que ha habido un progreso ético y económico de la humanidad, pero con un problema. De vez en cuando ese progreso colapsa. Estamos siguiendo una línea ascendente y, de repente, se viene abajo. En el siglo XX, un periodo de gran desarrollo económico, científico, artístico y técnico, hemos tenido dos guerras mundiales terroríficas, genocidios, hambrunas… Seguimos una línea de progreso, pero muy precaria. De repente, nos hundimos y se nos olvida ya todo. Aparece una especie de campaña de deshumanización del otro y, una vez que lo he deshumanizado, lo mato sin ningún tipo de contemplación. Eso es lo que está pasando hoy en estos conflictos. Entran los de Hamas y abren de arriba abajo a ciudadanos israelíes porque no consideran que sean personas, son solo enemigos. Igual en sentido contrario, cuando Israel ataca y mata a palestinos solo los consideran ‘los otros’. Hemos de darnos cuenta de que el progreso es posible, pero hay que estar alerta porque todo se nos puede derrumbar en cualquier momento. Tenemos ya demasiada experiencia.

¿Qué solución vislumbra desde el lado ciudadano?

La única solución que tenemos es ir creando instituciones lo suficientemente fuertes. Cuando vemos la historia nos damos cuenta que para conseguir protegerse y evitar que nos despeñemos, las sociedades han inventado tres tipos de presas. La primera es una presa afectiva. La humanidad ha desarrollado sentimientos que nos evitan la violencia como, por ejemplo, la compasión, la empatía, el altruismo, la mutua ayuda… Y eso nos protege. ¿Por qué no voy a dejar que se hundan los migrantes en el mar? Porque me da pena. Pero, por si acaso el sentimiento falla, hemos creado otra segunda presa. Aunque no tengas ninguna compasión por tu vecino y sí un odio feroz no le mates. ¿Por qué? Porque las normas morales dicen que tienes que respetar la vida de los demás. Creamos una especie de conciencia moral para respetar a los otros. Si ya ha caído la presa emocional y ese impulso está pegando sobre la presa moral al final la resquebraja también, pero todavía tengo como tercera barrera los sistemas estatales de protección. ¿Qué es lo que pasó en Alemania? Que cayeron las tres. Primero cambió el sentimiento de empatía hacia los judíos. Después, cuando ya estaban deshumanizados y se les veía como animales no suscitaban ningún tipo de obligación moral y se les mataba sin miramientos. Cuando eso ya llegó a institucionalizarse desde el Estado fue el fin. Se acabó.

¿Ve posible que se repita algo así en nuestras sociedades?

Tenemos que ver hasta qué punto necesitamos fortalecer las tres presas. Cuando la gente se polariza se debilita. Que escuchemos a gente bien formada decir que en Estados Unidos podría darse una guerra civil debe hacernos reflexionar sobre el peligro que surge cuando empiezan a polarizarse emocionalmente los grupos. Vamos a explicar bien cómo funciona esto porque, sí, nos jugamos mucho.

Por lo menos la FELICIDAD. */

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